domingo, 15 de marzo de 2015

Ecuador LXXX. Sentirse en casa.



Hemos pasado casi una semana en la sierra entre Ibarra y Quito. Es bonito volver a las dos ciudades que nos acogieron inicialmente en el Ecuador y en las que tenemos grandes amigos. En esta ocasión la visita a Ibarra significó la despedida de los Gari-Langa (imposible pensar Ecuador sin ellxs tres), y aunque es bastante triste  ver ese Africarte convertido en expendedor de salchipapas, siempre es un placer volver a recorrer esas plazas y esos lugares que nos han marcado tanto.


Por otro lado está Quito, ciudad que se ha convertido casi en nuestro Madrid, cercana y sobretodo hospitalaria debido a nuestrxs amigxs Henar y Lucas. Es un gusto pasar con vosotrxs largas sobremesas hablando de reconstruir la urbanización planetaria y de la RC.

Un gusto

Y después de esto, agarramos un bus que descendió los Andes camino a la costa. Son casi ocho horas de viaje donde las curvas agotan pero revelan un cambio maravilloso de paisaje. En esta ocasión no pudimos llegar de manera directa así que a una hora de Bahía cambiamos de transporte. Rápido, movilizamos mochilas, lámpara, licuadora... (ya viajamos como los lugareños que vuelven de la capital con todo lo necesario) de un bus a otro y tras tomar asiento en este último, nos sentimos como en casa.


Un autobús donde el reggaetón, la cumbia y las últimas novedades latinas a volumen exagerado, compiten con el ruido del aire que penetra por cada ventana e incluso por la puerta delantera donde el cobrador vocea sin parar las siguientes paradas. Un pasillo que se convierte en improvisada pasarela por donde no deja de entrar y salir gente de carne prieta, de gran volumen para lo acostumbrado (la dieta del verde en la costa tiene repercusiones), de pies descalzos y uñas escrupulosamente pintadas, de torsos desabotonados y amplios escotes que ayudan a no sofocarse en este caliente invierno. Sean bienvenidxs al calor, estamos en la costa y aunque llevemos poco tiempo, uhmmm es como llegar a casa.


Mientras se produce este vaivén interior, fuera atravesamos lomas y más lomas donde el verde ganó la batalla por estos meses, y donde el hombre doblegó a la naturaleza. Cultivos y zonas de pasto rivalizan con la estrella de la zona, “las camaroneras”. Se atraviesan pequeñas comunidades que relajan el espíritu, la forma tranquila de caminar de su gente  al borde de la carretera, las tertulias improvisadas bajo cualquier sombra y esas casas de caña de bambú o de bloque que se elevan sobre el suelo para que bajo ellas se mezan las hamacas, definitivamente te hacen sentir bien.


El autobús divisa Bahía a lo lejos, es al final del estuario del río Chone, haciendo frontera con el inmenso Pacífico, y como si de un embudo se tratase, te acercas y acercas hasta que lomas y río cada uno por una margen te obligan a desembocar sin remedio en nuestra ciudad, Bahía de Caráquez. Ahí está, en una pequeña punta que señala hacia el Pacífico, rodeada de océano, río y lomas. Un lugar alejado geográficamente pero cercano emocionalmente, mezcla de pueblo y ciudad, mezcla de turistas nacionales de clase acomodada y esforzados pescadores, mezcla de torres de apartamentos y casas de madera y soportales, mezcla de bolón de verde y pizza de camarón, mezcla de agua dulce y salada, en definitiva un lugar con sabor costeño pero con la tranquilidad de un malecón desde donde divisar la puesta de sol y con una relajante playa donde bañarse a la vez que pelícanos y fragatas luchan por su supervivencia.


Bahía desde el suelo
Bahía desde el aire










 
Esta es nuestra nueva casa, a la que nos hemos acostumbrado muy fácil y muy rápido.


Además somos el cantón Sucre y vivimos en la calle Bolívar, qué más se puede pedir.   

UHHHH !!!!

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