Hemos pasado casi una semana en la sierra entre Ibarra y
Quito. Es bonito volver a las dos ciudades que nos acogieron inicialmente en el
Ecuador y en las que tenemos grandes amigos. En esta ocasión la visita a Ibarra
significó la despedida de los Gari-Langa (imposible pensar Ecuador sin ellxs
tres), y aunque es bastante triste ver
ese Africarte convertido en expendedor de salchipapas, siempre es un placer
volver a recorrer esas plazas y esos lugares que nos han marcado tanto.
Por otro lado está Quito, ciudad que se ha convertido casi
en nuestro Madrid, cercana y sobretodo hospitalaria debido a nuestrxs amigxs
Henar y Lucas. Es un gusto pasar con vosotrxs largas sobremesas hablando de
reconstruir la urbanización planetaria y de la RC.
Un gusto |
Y después de esto, agarramos un bus que descendió los Andes
camino a la costa. Son casi ocho horas de viaje donde las curvas agotan pero
revelan un cambio maravilloso de paisaje. En esta ocasión no pudimos llegar de
manera directa así que a una hora de Bahía cambiamos de transporte. Rápido, movilizamos
mochilas, lámpara, licuadora... (ya viajamos como los lugareños que vuelven de
la capital con todo lo necesario) de un bus a otro y tras tomar asiento en este
último, nos sentimos como en casa.
Un autobús donde el reggaetón, la cumbia y las últimas
novedades latinas a volumen exagerado, compiten con el ruido del aire que
penetra por cada ventana e incluso por la puerta delantera donde el cobrador
vocea sin parar las siguientes paradas. Un pasillo que se convierte en
improvisada pasarela por donde no deja de entrar y salir gente de carne prieta,
de gran volumen para lo acostumbrado (la dieta del verde en la costa tiene
repercusiones), de pies descalzos y uñas escrupulosamente pintadas, de torsos
desabotonados y amplios escotes que ayudan a no sofocarse en este caliente
invierno. Sean bienvenidxs al calor, estamos en la costa y aunque llevemos poco
tiempo, uhmmm es como llegar a casa.
Mientras se produce este vaivén interior, fuera atravesamos
lomas y más lomas donde el verde ganó la batalla por estos meses, y donde el
hombre doblegó a la naturaleza. Cultivos y zonas de pasto rivalizan con la
estrella de la zona, “las camaroneras”. Se atraviesan pequeñas comunidades que
relajan el espíritu, la forma tranquila de caminar de su gente al borde de la carretera, las tertulias
improvisadas bajo cualquier sombra y esas casas de caña de bambú o de bloque
que se elevan sobre el suelo para que bajo ellas se mezan las hamacas,
definitivamente te hacen sentir bien.
El autobús divisa Bahía a lo lejos, es al final del estuario
del río Chone, haciendo frontera con el inmenso Pacífico, y como si de un
embudo se tratase, te acercas y acercas hasta que lomas y río cada uno por una
margen te obligan a desembocar sin remedio en nuestra ciudad, Bahía de
Caráquez. Ahí está, en una pequeña punta que señala hacia el Pacífico, rodeada
de océano, río y lomas. Un lugar alejado geográficamente pero cercano
emocionalmente, mezcla de pueblo y ciudad, mezcla de turistas nacionales de
clase acomodada y esforzados pescadores, mezcla de torres de apartamentos y
casas de madera y soportales, mezcla de bolón de verde y pizza de camarón,
mezcla de agua dulce y salada, en definitiva un lugar con sabor costeño pero
con la tranquilidad de un malecón desde donde divisar la puesta de sol y con
una relajante playa donde bañarse a la vez que pelícanos y fragatas luchan por
su supervivencia.
Bahía desde el suelo |
Bahía desde el aire |
Esta es nuestra nueva casa, a la que nos hemos acostumbrado
muy fácil y muy rápido.
Además somos el
cantón Sucre y vivimos en la calle Bolívar, qué más se puede pedir.
UHHHH !!!! |
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