Después se le ocurrió que la solución podría ser permitir
que la selva invada, absorba y destruya la ciudad; borrón y cuenta nueva.
Yo no sería tan drástica, pero creo que si antes me venían a
la mente palabras como exótico, verde y
salvaje al nombrar Iquitos, ahora serían otras por ejemplo calorazo infernal,
suciedad, casinos, caos, motocarros y otras más, sin conseguir ninguna
especialmente positiva o que evoque un lugar paradisiaco… Por otro lado debo
reconocer que la gente resultó ser bastante amable y su acento de lo más lindo,
como si fuera una fusión con el sotaque brasileiro. Costaba bastante entender,
pero sonaba bonito.
Aunque en Ecuador nos habíamos acostumbrado a ver mercados
de todo tipo, el del barrio de Belén nos sorprendió. Ni sé cuántos centenares
de huevos de tortuga charapa se deben vender allá cada día, tampoco me imagino
quién compra y cómo cocina la carne de tortuga, que venden en dos trozos y sin
caparazón. Cosa normal aquí, como allí el pollo.
El caso es que este desencanto inicial y la “amenaza” de no
zarpar barcos al día siguiente por feriado nacional, hicieron que nos
embarcásemos con destino a Yurimaguas cuando llevábamos apenas 24 horas en la
ciudad ardiente. Ante tal descortesía Iquitos nos la devolvió y es que nuestro
barco, el Eduardo X, no zarpó aquella tarde y tampoco al día siguiente…
Puerto de carga desde nuestro "encierro" en el Eduardo X |
Una vez superado el caos y desconcierto ante tal imprevisto,
dormimos aquella noche en nuestro camarote, “aparcadxs” en el puerto, y a la
mañana siguiente nos mudamos al mismo camarote, pero en el barco de al lado, el
Eduardo IX.
Y esa tarde, 24 horas después de haber embarcado, dejamos
atrás la isla de cemento en la selva y comenzamos a navegar el Amazonas.
El viaje por el río más caudaloso del mundo, después por el
Marañón y finalmente por el Huallaga duró casi tres días, aunque no nos hubiera
importado que durase un par más. La sensación de calma, ese cielo infinito, ese
perfil de la selva en ambas orillas al atardecer o el movimiento en cada
comunidad que atravesábamos era una rutina bastante monótona, pero placentera.
Desde nuestras hamacas en la cubierta superior controlábamos ambas orillas, así
que nos avisábamos cada vez que veíamos una comunidad y rápido íbamos a la proa
para ver abordar el barco a saltos a mujeres vendedoras de todo, incluyendo
loros y tortugas, o para alucinar con el movimiento de carga y descarga de
mercancías de lo más variado, desde colchones, cajas de pescado y sacos de
soja, hasta un motocarro.
Para contribuir a la pérdida de noción del tiempo y los
días, la comida era casi siempre igual, arroz y pollo, todo un clásico. La
tripulación comía bastante mejor, porque se lo merecen después de las palizas
de carga descarga que se pegan, y porque
estos barcos son fundamentalmente de carga, y el transporte de pasajeros es
algo habitual, pero que resulta menos que secundario para la tripulación, y por
ello el trato es bastante tosco y para nada cuidado. Por suerte llevábamos
lectura y habíamos comprado dos hamacas, un par de garrafas de agua, manzanas y
papel higiénico, el kit de supervivencia en estos cruceros fluviales.
De nuevo arroz con pollo |
El camarotazo |
¿Volveremos?
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