Si en este mundo vivir con autenticidad y resistir a las provocaciones del marketing, la moda y el consumismo es difícil, pretender mantener la pureza de un pueblo indígena amazónico rodeado por intereses petroleros, religiosos, turísticos y políticos, resulta prácticamente imposible.
Sin ser gran conocedora de la cultura Waorani, lo visto,
oído y leído me ha permitido formarme una idea de la historia pasada, el
presente y el futuro de este pueblo que me resulta algo trágica.
Para entender su situación, lo primero sería tratar imaginarse un pueblo de unas 3000 personas, que viven repartidas en unas 20-25 comunidades en el territorio más biodiverso del planeta – el Yasuní – cuyo subsuelo está plagado de petróleo. Además resulta que hablan una lengua (el Wao-tededo o terero; Wao= gente, Tededo= idioma, así que su lengua se llama algo así como “el idioma de la gente”) que nada tiene que ver con otras lenguas amazónicas y que aun no ha sido catalogada por “los expertos”. Y que su forma de organización social y de interacción con el medio y el resto de la población no se adapta a “nuestros patrones”.
Para
ellxs la selva es su hogar, el bosque “ömë” es el lugar seguro, y el mundo
exterior resulta hostil. Se consideran descendientes del Jaguar y el Águila Arpía.
Son un pueblo cazador, recolector y parcialmente agrícola, tradicionalmente
nómada, aunque en las últimas décadas se han ido haciendo más sedentarios.
Al
considerar la selva como su hogar son sus principales protectores, pues es su
garantía de supervivencia. Así, la caza se realiza para comer (no la practican
como “deporte” ni con un fin acumulador) y además es selectiva y con métodos
tradicionales. Los instrumentos principales son la cerbatana con sus dardos
impregnados en curare, una neurotoxina natural que inmoviliza a sus presas, y
para las presas grandes (pecarís) la lanza, hecha de madera de chontaduro, un
tipo de palma.
Viven
en pequeñas comunidades, constituidas generalmente por familias. El hecho de
ser grupos poco numerosos facilitaba la supervivencia basada en la caza. Por
ello mismo es/era un pueblo guerrero, que defendía con su vida su territorio y
fuente de sustento. Al parecer esas luchas entre clanes permitían el control
demográfico necesario para su subsistencia, pues aumentando su población,
aumentan sus necesidades totales y se perdería ese equilibrio con el resto de
la naturaleza, es decir, las guerras Waorani no tenían un carácter conquistador
o imperialista, ¿raro en este mundo, no?
Todas las esferas de su vida, economía,
organización social y mundo espiritual son un ejemplo de adaptación continua al
ambiente selvático y con un equilibrio más que sostenible.
Ni
que decir tiene que para poder sobrevivir en la intensa selva han tenido que
desarrollar de una manera especial sus sentidos, para ver la Boa Constrictor
que nadie ve, oler a los pecarís a decenas de metros o escuchar cada movimiento
del caimán y poder imitar sus sonidos de manera que estos respondan.
La
mansa y equilibrada vida de este pueblo comenzó a tambalearse al inicio del
siglo XX. La extracción del caucho, la llegada de los misioneros y con ellos
nuevas enfermedades, la construcción de caminos, la apropiación de tierras y el
inicio de la fiebre del oro negro hicieron que su universo se viese seriamente
amenazado. Por ello comenzaron a defenderse como guerreros ante esos contactos
hostiles, y así se les comenzó a llamar “aucas” que en kichwa significa
salvajes.
Probablemente
en el uso de un término tan peyorativo para los Waorani tuvo mucho que ver el
Instituto Lingüístico de Verano, todo un descubrimiento que pone los pelos de
punta. Resulta que este grupo/organización tenía como objetivo la traducción de
la Biblia Evangélica a lenguas desconocidas, con el fin de evangelizar a esos
grupos de personas. Pues bien, los mismos supieron de la existencia de los
Waorani y en los años 50 iniciaron los trámites para la “salvación de sus
almas”. Esto supuso fuertes choques con el pueblo Waorani, que sintiéndose
amenazados sacaban sus lanzas cuando fuera necesario. Como el método directo no
funcionó, consiguieron captar a una Waorani que llevaba tiempo viviendo en zona
kichwa (tras huir de su comunidad al ser asesinado su padre), y gracias a ella,
a Dayuma, consiguieron contactar con los Waorani hablando en su propia lengua,
se llamó la “misión auca”. Finalmente los evangelizaron.
Parece
que los intereses del altruista instituto trascendían lo religioso, pues
contribuyeron a la concentración geográfica de los Waorani y la disminución de
su “agresividad” permitiendo la entrada de más compañías petroleras en su
territorio (parece ser que esta organización recibe financiación de la familia
Rockefeller, que casualmente se dedica también al petróleo). Por lo mismo en
1980 fueron expulsados del país, el Presidente en la época era Jaime Roldós,
cuya muerte en accidente de avioneta aun no ha sido esclarecida.
Esta
transformación cultural, vivir como el hombre blanco y evangelizarse, supuso la
división interna del pueblo Waorani, y una parte de ellos, siguiendo al líder
Taga, decidieron adentrarse en la selva y continuar viviendo como siempre lo
habían hecho. Son los Tagaeri. Se estima que inicialmente eran unos 30 y que su
extinción en los próximos años es probable, pues no han dejado de ser
hostigados por los Waorani (probablemente subvencionados por las petroleras),
las propias compañías, y por sus encontronazos con los Taromenane, otro pueblo
indígena en aislamiento voluntario, y que comparte problemas de supervivencia
como sus eventuales adversarios. Para evitar más muertes el Gobierno ha
declarado la zona donde supuestamente viven como “Zona Intangible”, sin embargo
parece que los límites se reducen progresivamente según avanzan los pozos
petroleros.
Por
otro lado, los Waorani tampoco han estado exentos de acoso, manipulación y
derribo por su propio estado con sus consecutivos gobiernos. Todo debido también
al valioso hidrocarburo. En este caso
también obtienen algunos beneficios (comparables al de la salvación de sus
almas), que son regalías en forma de placas solares, escuelas, cervezas,
cocinas industriales u otras necesidades vitales.
El
turismo, como siempre, es otro factor de condicionamiento, pues ahora que
necesitan plata para mantener sus nuevas necesidades (comprar las chuches de la
tienda, vestirse, viajar a la capital, poner gasolina a la canoa, comprar
cerveza… ) el turismo aparenta ser la forma menos agresiva de hacerlo, incluso puede ayudar a dar a conocer su cultura. Otros
muchos optan por trabajar para las petroleras, o simplemente cortar los pasos
en las vías que comunican los pozos y a modo de peaje reclamar sus botellas de
coca-cola.
Al final,
este viaje me ha hecho pensar en cosas muy esenciales, pero lo que más me
impresiona, es que por unos motivos u otros, a este pueblo se le está haciendo
vivir en menos de 50 años el cambio que nuestras sociedades vivieron en siglos, y
sin embargo aparentemente se han adaptado a “nuestra selva” como si de su ömë
se tratase. Esa capacidad de adaptación permite que el
mismo tipo que tras correr dos horas tras una manada de pecarís, tropezó y se
clavó una rama en la pierna teniendo que ser evacuado en avión para salvar su
vida, se conecta conmigo por facebook vía internet satelital para
posteriormente provocar a los monos chorongo imitando sus sonidos. O que el líder de una comunidad,
que se ha visto reducida a su familia nuclear por “problemas internos”, se
salvó hace menos de dos meses de una mordedura de serpiente porque la misma
mordió previamente a su perro descargando casi todo su veneno. Salvó la vida
después de abandonar su lanza y el pecarí que acababa de cazar, y flotar dos
horas sobre un tronco río abajo para llegar a su casa. Esas dos marquitas de
los colmillos atestiguan la hazaña, y por supuesto no le impiden manejar con
increíble destreza las canoas a motor que transitan el río Shiripuno.
¿Qué será del pueblo Waorani de aquí a unos años?
Para que nos os lo perdáis, aquí os dejo un enlace de "Radio Waorani FM", seguro que entre bachata y bahata suena alguna canción Wao.
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