lunes, 18 de enero de 2016

Bolivia XIV. Fin de año, salado, en el fin del mundo.

Para las que las navidades no son una de las mejores épocas del año, pasar parte de ellas en un lugar remoto, y con un cierto aire atemporal, es un regalo. Si este lugar además posee la belleza del Parque Nacional Eduardo Avaroa o el Salar de Uyuni, el regalo se convierte en un privilegio.


¡Bienvenido 2016!
Tras varios consejos, que resultaron ser bastante acertados, nos animamos a iniciar el recorrido hacia Uyuni desde la linda y árida Tupiza. Una localidad en mitad de un desierto cerca de la frontera con Argentina. Desde que llegamos a ella pasamos los días bordeando fronteras, pues Argentina, Chile y Bolivia se rozan a escondidas en esta zona.

Hay pocas opciones de realizar el trayecto por tu cuenta, así que no nos quedó más remedio que hacer un tour en jeep, con otras viajeras o turistas. Tuvimos bastante suerte con el chofer, pues además de ser prudente con el carro, nos deleitó con un banda sonora bastante variada, aunque no faltó algún tema de Enrique Iglesias…


Jamás me habría imaginado que me iba a acostumbrar a ver llamas y vicuñas en mitad de un altiplano, jamás habría pensado que existe un tipo de avestruz andino, ni una especie de cangurillo llamado vizcacha. No pensé que el flamenco que vimos en las islas Galápagos pudiera habitar este lugar de temperaturas extremas. No contaba con que el deseado cóndor se fuera a aparecer en medio de aquella aridez como diciéndonos “aquí estoy yo”. Y aunque ver animales salvajes genera una emoción muy linda, los paisajes de esta zona tuvieron el protagonismo los últimos días del 2015 y primeros del 2016.

 
 
 





El Parque Nacional Avaroa es una especie de desierto, casi siempre por encima de los 4000 metros, de origen volcánico, y plagado de minerales. Por eso la tierra tiene unos colores que, si viéramos uno de aquellos paisajes retratado en un cuadro, nos parecería de mentira. Pero la realidad es que los tonos se mezclan de una forma mágica y no hay fotografía que haga justicia a su belleza. No en vano uno de los paisajes se llama “El desierto de Dalí”.

 
 
 

Las pocas comunidades que hay en la zona provocan una mezcla de sensaciones, por un lado desasosiego, las condiciones de aislamiento y su climatología aseguran una dureza extrema, por otro lado el aire puro y la sensación de estar en el lugar donde nació la tierra te cargan de energía positiva. Dormíamos en ellas al final de jornadas agotadoras en el carro que se llevaban algo mejor gracias a la coca, amiga íntima aquellos días. La noche de fin de año dormimos en Quetena Chico, y mientras tratábamos de comer nuestro sucedáneo de uva (maní recubierto de chocolate) un perro mordisqueaba la cabeza de un animal, inocentemente pensamos que sería una oveja, al final constatamos que era de una llama. Aquella noche nos acostamos cerca de las 9, total, en España ya era 2016 y aquí el tiempo lleva siglos detenido.

Los dos primeros días del 2016 se sucedieron entre lagunas de mil colores, pues los minerales las pintan a su antojo y el sol y el viento se encargan de cambiarle la tonalidad a cada segundo completando el espectáculo. La laguna blanca, con cantidad de bórax, abastece a la verde, rica en arsénico.
La laguna colorada tiene cantidad de tiza, pero son las algas las que le dan ese color artístico y sirven de alimento a los flamencos de la misma.
Laguna verde y Licancabur

Las montañas eran otro espectáculo, aquella de allá es mitad boliviana mitad argentina, la de más allá es boliviana argentina y chilena, y el hermoso Licancabur tiene pasaporte chileno y boliviano. ¡Mira, aquella de allá tiene fumarolas! ¡Y aquella nieve! ¡Qué lugar! ¡Y qué te parece allá, la tierra respira por allí! Son fumarolas y geiseres…

 

La zona es tan dura que el viento destroza los labios y modela el paisaje, hace figuras imposibles, esculpe árboles, caras o tortugas en las rocas; hace caminar de lado a los flamencos y levanta el polvo moviéndolo a su antojo, llegando a cubrir con una fina capa el salar de Uyuni haciendo que en esta época no sea blanco resplandeciente.

 

Y por fin llegó la guinda del viaje, el Salar de Uyuni…

La noche anterior a visitarlo dormimos en un hostal (legal y en la orilla del salar, no dentro) hecho de sal, ladrillos de sal, alicatado de sal, camas de sal, mesas de sal, asientos de sal y suelo de sal. Más que al borde del Salar estábamos al borde de la hipertensión… Aquella tarde descansamos preparándonos para el último madrugón y la emoción de ver aquella inmensidad blanca. Josué nos amenizó la velada con sus chistes, sus juegos y sus ganas de hablar sin parar.

 

4 de la mañana, es el día, el jeep avanza por una planicie que se intuye blanca, las luces muestran rodadas y las seguimos hasta la isla Incahuasi. Nos bajamos del carro y con emoción empezamos a subir a la cima en medio de cactus, y con la luz de las estrellas que nos permiten imaginar el mar blanco que rodea nuestra isla. Llegamos a la cima casi sin aire, la recompensa emociona, y aunque el amanecer está codificado entre algunas nubes, el lugar es hermoso, y solo la pequeña plaga de gente deseosa de captar la mejor foto enturbia minimamente el momentazo.

 

La penúltima atracción fue el famoso “photoshop”, jugar a hacer la foto más original, la más divertida, la más atrevida…nos dio pereza desnudarnos, así que nos quedamos en lo convencional. Fue divertido, hasta chicuelina quiso participar.

 

 
 
 
 

La última atracción fue la peor, la que nos recordó lo que somos, la que nos mostró que tan carroñerxs somos y cómo consumimos lo que nos dan para consumir. Hordas de jeeps parqueados frente al “cementerio de trenes”, con sus hordas de turistas trepando por las máquinas muertas para hacerse el famoso selfie que diga “yo estuve allí”. Alrededor de tan tierna escena no hay más que basura, de hecho, los barrios de las afueras de Uyuni (esa ciudad creada para satisfacer nuestras ganas de conocer la maravilla) usan los descampados como servicio, pues no tienen desagües en las casas. ¿Compensa?

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