martes, 22 de diciembre de 2015

Bolivia IV. El día 65

Hay días mejores, días peores y días que ni fu ni fa. Dentro de estos últimos -los días que no serán recordados por nada extraordinario- hay días curiosos, esos días en los que en algún momento dices ¡vaya día! sin que eso signifique gran cosa.

El día nº 65 de nuestro viaje hacia el sur, fue sin duda uno de esos días.

Amanecimos “encerradxs” por lluvia selvática. La gente del lugar debe estar más que acostumbrada a ella, y por lo que han vivido desde la infancia saben que en algún momento parará. Para las que no estamos tan familiarizadas con este clima, la sensación de que no va a parar nunca aparece a los 2 minutos de tomar conciencia del grosor de las gotas que casi parecen chorros.

Por suerte, la lluvia abruma, pero no ahoga, o al menos en esta ocasión.

Cuando paró nos pusimos en marcha. Recorrer los 318 km que separan Villa Tunari de Santa Cruz pueden parecer el doble, según como se mire o según como se viaje. Tratamos de evitar los viajes nocturnos, por disfrutar los paisajes y por tranquilidad de nuestros cuerpitos y mentes ante la brusquedad (por no decir temeridad) de los conductores y la precariedad de las vías.

La decisión de viajar de día nos obligó a recorrer la distancia que nos separaba de la ciudad oriental en 4 medios de transporte. El viaje duró unas 8 o 9 horas.

En el primero, un carro parecido a un renault 21, viajábamos 7 personas, delante el chofer y un señor con su hijo, y atrás 4 personas armónicamente encajadas. Duró 40 minutos, así que fue llevadero y alegremente amenizado por villancicos, pura pre-navidad a 25ºC. Debimos cruzar al menos 3 ríos grandes en ese trayecto y no recuerdo cuantas motos con más de 2 pasajerxs nos adelantaron, en una de ellas llevaban a rastras varias hojas de palmera, tal vez para construir el techo de alguna casa.


En el segundo, de igual tamaño, solo fuimos 6, pero a mí me tocó delante compartiendo el asiento del copiloto con una mujer robusta como ella sola, así que al cerrar la puerta sentí el empujón que me dejó con una pierna en el asiento y la otra en el freno de mano. Cuando el chofer paró en una gasolinera para poner gas al carro (en esta zona los carros son híbridos, circulan con gas y gasolina), decidí pasarme al maletero junto al tanque de gas. Lo bueno de ir atrás es que el campo de visión por la ventana posterior es mayor (o menor, dependiendo de lo oscuro que sea el plástico que pegan a la ventana para oscurecerla).


 

En el tercero tuve más suerte y me senté atrás (ya iba aprendiendo cómo funcionaba el asunto), así que fuimos 3 delante y 3 detrás, me pareció comodísimo, oye. Esto me permitió disfrutar más del paisaje. De repente un atasco, resulta que un accidente había taponado la carretera; fue un espectáculo ver como decenas de coches se metían por charcos, caminos y solares con la intención de atajar en el atasco o de estar en primera fila para ver el desastre. El embudo que generaron fue bárbaro e intuyo que el morbo quedó insatisfecho para la mayoría.

Y el cuarto fue una combi, una de esas furgos en las que caben 9 personas. Las intensas emociones de los trayectos anteriores, la tensión en el cuerpo por ir plegado junto a un tanque de gas, y tomar conciencia de que ya no tengo edad para esas cosas, me hizo dormir durante la mitad del trayecto, así que me perdí las conversaciones de David con su vecino de asiento, un tipo que había vivido 10 años en España y 15 en Argentina. Todo un personaje al parecer. En los ratitos que fui despierta (en uno de ellos me encontré en el escote una “raspa” de hoja de coca, porque el chofer iba mascándola y al tirar por la ventana algún trozo debió volar directamente a mi asiento) conté más de 10 Iglesias adventistas y vi cómo nos alejábamos de las estribaciones de los andes para adentrarnos en una planicie eterna.

Por fin llegamos a Santa Cruz, atravesamos todos los anillos (carreteras de circunvalación) hasta el 3º y encontramos un hostal, un poco sórdido pero sin frenos de mano, ambientadores con la bandera de EEUU o un tanque de gas como almohada.

Lo más curioso del día fue que después de un viaje así y los miles de kilómetros que llevamos recorridos por este continente, esta ciudad fue el lugar donde por nuestro aspecto podíamos pasar más desapercibidxs. Mucha gente de nuestra estatura y con nuestro color de piel, todo un mundo de contrastes en este país…

No podría decir ¡qué noche la de aquel día! Porque me dormí casi sin darme cuenta; mientras, la lluvia golpeaba nuevamente la ventana

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