martes, 29 de marzo de 2016

Argentina III. Un síndrome de película


Hace tiempo que sufro el síndrome de “la película argentina”. Éste consiste en que, cada vez que converso con personas de nacionalidad argentina, especialmente si son porteñxs, siento estar en una película. Ese acento, inevitablemente, me evoca el cine y, a partir de ahí, empiezo a tener una serie de alucinaciones cinematográficas.

Así fue nada más entrar en el país, en un bus de una compañía nacional. De repente, el asistente de viaje (algo así como un azafato de tierra, muy frecuente en buses peruanos y argentinos de largo recorrido en los que se sirven comidas) comienza a repartir papelitos a todxs lxs pasajerxs mientras nos anuncia que vamos a jugar al bingo. Comienza a sacar las bolas entre bromas e ironías, y yo concentrada en mi cartoncito trato de descifrar si esta pudiera ser una escena de Nueve reinas…¿habrá truco? al final, la botella de vino mendocino se la ganó una señora del piso inferior.


Llegando a la capital atravesamos una de esas villas miseria que concentran lo que fue la esperanza de una vida mejor en la ciudad, el éxodo rural al reclamo del capitalismo, la injusticia enmascarada. De repente creo ver a Maca, la niña feliz de En el Mundo a cada rato, ahora convertida en adolescente, embarazada y con pocas opciones de futuro.


Una vez puestos los pies en el suelo, tenía la sensación de que inminentemente me podía cruzar con Soledad Villamil o Cecilia Roth. Rápido, para no ilusionarme en exceso pensé que tal vez no vivan acá. El caso es que días después me pareció ver a Soledad metida en su papel de Irene, investigando un nuevo feminicidio en la ciudad al tiempo que las paredes gritan ¡Ni una menos!


Yo ya suponía que Avellaneda era un barrio real, pero atravesarlo con uno de esos colectivos que los domingos se dirigen atestados hasta la Feria de Mataderos, me emocionó un poco. Lástima que aún no hubiera salido la luna. En cualquier caso, ver que no hay barrio en Buenos Aires que no tenga un gran parque, y que no hay parque que se precie que no tenga algún puesto de libros, alguna familia con sus sillas plegables, un puesto de choripán, o simplemente gente sentada en los bancos conversando, ya es un regalo.

Paseando por las calles del centro, la zona financiera, vemos una protesta de trabajadores del sector bancario. De repente en mi cabeza suena el estruendo, son las famosas caceroladas de protesta, se sigue robando a las mismas personas, el saqueo continúa. Todo se guarda en la memoria del pueblo.

Memoria del saqueo II 

Avanzamos hacia la calle de la cultura, Corrientes, en el cartel más grande de la avenida anuncian un nuevo estreno. Valeria Bertuccelli pasó de tener un marido que le buscaba un nuevo novio, a casarse con un boludo. ¡Ay que ver lo que llena la boca decir boludo y pelotudo!


Amor boludo a ritmo de tango
Me parecieron escenas muy de película los domingos de la costanera, con sus encuentros de danza, sus puestos de comida, sus loros escandalosos, sus helicópteros sobrevolando rascacielos y los aviones despegando cada dos minutos. Sigo el trayecto inicial de cada uno de ellos. ¿Será el piloto el nuevo protagonista de un relato salvaje? ¿Se encontrarán sus progenitorxs sentados tranquilamente en algún pedacito de esta concurrida parte de la ciudad?



Cansada de imaginarme tanta película, decido ver una de verdad, “de la misma Argentina”. Pago mis 8 pesos (unos 50 céntimos de euro al cambio actual) y elijo Soleada, porque me gusta el título, porque la dirige una mujer, y porque aparece Rally Barrionuevo cantando. Descubro el lindo acento cordobés, y disfruto de ver lo que pasa cuando parece que no pasa nada.
 

 
Salgo aún más enmimismada, ¿de verdad que no estamos en el rodaje de una película? Las tiendas de la Once me recuerdan a La salada, las lleves de mi habitación a El Cerrajero de Natalia Smirnoff, en cada carnicería esquinera pienso que puede haber un Patrón al que le guste el hipoclorito, cada mujer mayor con gesto distraído me recuerda a Norma Aleandro, y con cada placa en recuerdo de algún o alguna desaparecida de la dictadura, me estremezco, como si cada una de ellas representase un Kamchatka del tablero del risk.

Los síntomas comenzaron a agravarse, y las alucinaciones fueron teatrales también. Varias veces me pregunté, calle tras calle, por dónde pasearían al Turquito para que delatase a sus compañerxs de la clandestinidad. La voz de Juan Diego Botto resonaba en mis oídos. Pensé que el síndrome podía ser contagioso cuando David me confesó que el también sentía la presencia del Turquito.
 


Llegó un punto en que el síndrome pasó la frontera de las artes escénicas y la ficción, personas reales comenzaron a protagonizar las escenas de una película de cameos. Fragmentos de la vida de Rosita en Buenos Aires a ratos embarazada, a ratos con Mateo, como flashbacks; Carol encontrándose con sus raíces, su humor y el vino; Susana, interpretando a una trabajadora de correos, mostrándonos su querida ciudad, mientras repartimos postales, en una comedia que gira en torno a sus deliciosas milanesas; Silvina como protagonista de su propia fama, profeta en su tierra, firmando y filmando la Ciudad Laberinto en las galerías de arte capitalinas, y Luis en una peli en blanco y negro metido en ambientes bohemios y disfrutando de todos los placeres de la vida. ¡Qué lindo es el cine!


Creo que esto está empezando a afectarme, ya no distingo lo que es de lo que “no es”, además, a la vez que se acerca el otoño, cientos de buitres venidos del norte amenazan con devorar al país de nuevo. Nunca me gustaron las pelis de terror. Partamos rumbo al norte, tal vez la primavera me saque de la cinemanía y me cure el síndrome de “la película argentina”.


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