Hace tiempo
que sufro el síndrome de “la película argentina”. Éste consiste en que, cada
vez que converso con personas de nacionalidad argentina, especialmente si son
porteñxs, siento estar en una película. Ese acento, inevitablemente, me evoca
el cine y, a partir de ahí, empiezo a tener una serie de alucinaciones
cinematográficas.
Así fue nada más
entrar en el país, en un bus de una compañía nacional. De repente, el asistente
de viaje (algo así como un azafato de tierra, muy frecuente en buses peruanos y
argentinos de largo recorrido en los que se sirven comidas) comienza a repartir
papelitos a todxs lxs pasajerxs mientras nos anuncia que vamos a jugar al
bingo. Comienza a sacar las bolas entre bromas e ironías, y yo concentrada en
mi cartoncito trato de descifrar si esta pudiera ser una escena de Nueve
reinas…¿habrá truco? al final, la botella de vino mendocino se la ganó una señora del piso
inferior.
Llegando a la
capital atravesamos una de esas villas miseria que concentran lo que fue la
esperanza de una vida mejor en la ciudad, el éxodo rural al reclamo del
capitalismo, la injusticia enmascarada. De repente creo ver a Maca, la niña
feliz de En el Mundo a cada rato, ahora convertida en adolescente, embarazada y
con pocas opciones de futuro.
Una vez puestos
los pies en el suelo, tenía la sensación de que inminentemente me podía cruzar
con Soledad Villamil o Cecilia Roth. Rápido, para no ilusionarme en exceso
pensé que tal vez no vivan acá. El caso es que días después me pareció ver a
Soledad metida en su papel de Irene, investigando un nuevo feminicidio en la
ciudad al tiempo que las paredes gritan ¡Ni una menos!
Yo ya suponía que
Avellaneda era un barrio real, pero atravesarlo con uno de esos colectivos que
los domingos se dirigen atestados hasta la Feria de Mataderos, me emocionó un
poco. Lástima que aún no hubiera salido la luna. En cualquier caso, ver que no
hay barrio en Buenos Aires que no tenga un gran parque, y que no hay parque que
se precie que no tenga algún puesto de libros, alguna familia con sus sillas
plegables, un puesto de choripán, o simplemente gente sentada en los bancos
conversando, ya es un regalo.
Paseando por las
calles del centro, la zona financiera, vemos una protesta de trabajadores del
sector bancario. De repente en mi cabeza suena el estruendo, son las famosas
caceroladas de protesta, se sigue robando a las mismas personas, el saqueo
continúa. Todo se guarda en la memoria del pueblo.
Memoria del saqueo II |
Avanzamos hacia
la calle de la cultura, Corrientes, en el cartel más grande de la avenida
anuncian un nuevo estreno. Valeria Bertuccelli pasó de tener un marido que le
buscaba un nuevo novio, a casarse con un boludo. ¡Ay que ver lo que llena la
boca decir boludo y pelotudo!
Amor boludo a ritmo de tango |
Cansada de
imaginarme tanta película, decido ver una de verdad, “de la misma Argentina”.
Pago mis 8 pesos (unos 50 céntimos de euro al cambio actual) y elijo Soleada,
porque me gusta el título, porque la dirige una mujer, y porque aparece Rally
Barrionuevo cantando. Descubro el lindo acento cordobés, y disfruto de ver lo
que pasa cuando parece que no pasa nada.
Salgo aún más enmimismada, ¿de verdad que no estamos en el rodaje de una película? Las tiendas de la Once me recuerdan a La salada, las lleves de mi habitación a El Cerrajero de Natalia Smirnoff, en cada carnicería esquinera pienso que puede haber un Patrón al que le guste el hipoclorito, cada mujer mayor con gesto distraído me recuerda a Norma Aleandro, y con cada placa en recuerdo de algún o alguna desaparecida de la dictadura, me estremezco, como si cada una de ellas representase un Kamchatka del tablero del risk.
Los síntomas
comenzaron a agravarse, y las alucinaciones fueron teatrales también. Varias
veces me pregunté, calle tras calle, por dónde pasearían al Turquito para que
delatase a sus compañerxs de la clandestinidad. La voz de Juan Diego Botto
resonaba en mis oídos. Pensé que el síndrome podía ser contagioso cuando David
me confesó que el también sentía la presencia del Turquito.
Llegó un punto en
que el síndrome pasó la frontera de las artes escénicas y la ficción, personas
reales comenzaron a protagonizar las escenas de una película de cameos.
Fragmentos de la vida de Rosita en Buenos Aires a ratos embarazada, a ratos con
Mateo, como flashbacks; Carol encontrándose con sus raíces, su humor y el vino;
Susana, interpretando a una trabajadora de correos, mostrándonos su querida
ciudad, mientras repartimos postales, en una comedia que gira en torno a sus
deliciosas milanesas; Silvina como protagonista de su propia fama, profeta en
su tierra, firmando y filmando la Ciudad Laberinto en las galerías de arte
capitalinas, y Luis en una peli en blanco y negro metido en ambientes bohemios
y disfrutando de todos los placeres de la vida. ¡Qué lindo es el cine!
Creo que esto
está empezando a afectarme, ya no distingo lo que es de lo que “no es”, además,
a la vez que se acerca el otoño, cientos de buitres venidos del norte amenazan
con devorar al país de nuevo. Nunca me gustaron las pelis de terror. Partamos
rumbo al norte, tal vez la primavera me saque de la cinemanía y me cure el
síndrome de “la película argentina”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario